LAS MEDIAS BLANCAS
No recuerdo que el VRAC jugase nunca con medias blancas pero sí como, por culpa del azar, tuve que disputar un partido de División de Honor durante unos minutos con ese color cubriendo parte de mis piernas. Fue en San Sebastián, en el estadio de Anoeta, no el de fútbol sino uno anexo donde habitualmente jugaba y juega el Bera Bera. Un club nacido de una escisión del histórico Atlético San Sebastián que toma su nombre de un barrio de la ciudad. La memoria niega las fechas de aquel encuentro, genera dudas sobre el resultado pero no puede borrar una de las situaciones más sorprendentes que me ocurrieron en un campo de rugby.
El partido se disputaba un sábado por la tarde con luz artificial. El viaje, como todos los que hacíamos en aquellos años recorriéndonos media España, era en autocar y en el día, con la lógica parada para comer, pasando las horas con películas y largas conversaciones y discusiones en la parte delantera con Canas, Cano, Javi Heras y otros que circunstancialmente abandonaban la trasera para opinar o simplemente escuchar.
Los enfrentamientos con equipos del Norte, especialmente con Guecho, solían ser muy duros en unas condiciones climatológicas complicadas y en campos con más barro que hierba. La tarde en Donosti era especialmente fría, con la lluvia amenazando pero sin aparecer. La rutina al llegar era siempre la misma; pisar el campo, elegir tacos para las botas dependiendo de la dureza del terreno y entrar en el vestuario para, poco a poco, comenzar esa gran experiencia repetida cada semana que es jugar un partido de rugby.
Ese día estaba a mi lado cambiándose Miguel Pérez, centro, uno de los mejores placadores que ha pasado por el VRAC y un gran presidente, que tuvo que afrontar, después de la renuncia de quien escribe estas líneas, una época complicada en la que los cambios hacia el profesionalismo se produjeron a enorme velocidad. Al abrir la bolsa de deporte descubrí que el bote de gel estaba abierto, derramándose la mayor parte del contenido sobre las medias azules. Reconozco que me molestó bastante, sobre todo porque no me apetecía nada ponerme unas medias mojadas, más en ese día invernal. Pedí a voces si a alguien le sobraban unas, pero no recibí contestación porque seguramente ya se habrían adelantado a mi petición. El tráfico de esta prenda era muy frecuente en nuestro club. Miguel me dijo con su tono habitual: Bah, eso no es nada. Vas a ver como ni lo notas. Así que salí a calentar con una extraña sensación en los pies, y con el soniquete de un chof chof acompañándome cada vez que daba un paso.
Tengo el leve recuerdo que los primeros cuarenta minutos fueron muy igualados y que llegamos al descanso con una mínima ventaja. Nada más empezar la segunda parte comenzó a llover ligeramente y con los minutos apareció el diluvio. La intensidad del agua iba en aumento. De pronto noté que al final de mis piernas algo excepcional estaba sucediendo; el gel vertido se había convertido con ayuda del agua en una gran masa de espuma blanca que cubría los tobillos, llegando incluso, y no es exageración, a desprender alguna pompa de jabón. En los agrupamientos era curioso el contraste del azul oscuro que lucían mis compañeros en sus pantorrillas con el blanco inmaculado de las mías y como al correr aquella bola de nieve que me acompañaba a todos sitos aumentaba.
La situación rozó el esperpento hasta el punto que el árbitro al final del encuentro pensó que me estaba transformando. Creo que ganamos el partido pero con el tiempo sólo tengo ese día un hueco para unas medias blancas.